quarta-feira, 21 de setembro de 2011

UM POUCO DE CARLOS FUENTES...

Adoro ler as crônicas do Arnaldo Jabor. Em sua crônica de ontem - "Dilma pode fazer um bom governo" (O Estado de São Paulo, 3a. feira, 20/09/2011, Caderno 2, D8), ele escreveu o seguinte: "Depois, soube que ela [Dilma Roussef] não tinha aguentado um livro de Carlos Fuentes (que também acho um chato de galochas)...". Apesar de não conhecer a obra do Fuentes, adoro sua obra "El espejo enterrado" e, por essa razão, reproduzo abaixo um trecho desse livro. Jabor, meu querido Jabor, não é porque você não gosta do Fuentes que deixarei de lê-lo (rs...); mesmo minha opinião não importando nada pra você, considero-o um homem lúcido em tempos de cegueira...
Boa leitura a todos. 

La Virgen y el Toro

A través de España, las Américas recibieron en toda su fuerza a la tradición mediterránea. Porque si España es no solo cristiana, sino árabe y judía, también es griega, cartaginesa, romana, y tanto gótica como gitana. Quizás tengamos una tradición indí­gena más poderosa en México, Guatemala, Ecuador, Perú y Bolivia, o una presencia europea más fuerte en Argentina o en Chile. La tradición negra es más fuerte en el Caribe, en Venezue­la y en Colombia, que en México o Paraguay. Pero España nos abraza a todos; es, en cierta manera, nuestro lugar común. España, la madre patria, es una proposición doblemente genitiva, madre y padre fundidos en uno solo, dándonos su calor a veces opresivo, sofocantemente familiar, meciendo la cuna en la cual descansan, como regalos de bautizo. L
as herencias del mundo mediterraneo. La lengua española. La religión católica. La tradi­ción política autoritaria —pero también las posibilidades de identificar una tradición democrática que pueda ser genuina­mente nuestra, y no un simple derivado de los modelos france­ses o angloamericanos.
La España que llegó al Nuevo Mundo en los barcos de los descubridores y conquistadores nos dio, por lo menos. La mitad de nuestro ser. No es sorprendente, así, que nuestro debate con España haya sido, y continúe siendo, tan intenso. Pues se trata de un debate con nosotros mismos. Y si de nuestras discusiones con los demás hacemos política, advirtió W. B. Yeats, de nuestros debates con nosotros mismos hacemos poesía. Una poesía no siempre bien rimada o edificante, sino más bien, a veces, un lirismo duramente dramático, crítico, aun negativo, oscuro como un grabado de Goya, o tan compasivamente cruel como una imagen de Buñuel. Las posiciones en favor o en contra de España, su cultura y su tradición, han coloreado las discusiones de nuestra vida política e intelectual. Vista por algunos como una virgen inmaculada, por otros como una sucia ramera, nos ha to­mado tiempo dando cuenta de que nuestra relación con España es tan conflictiva como nuestra relación con nosotros mismos. Y tan conflictiva como la relación de España con ella misma: irresuelta, a veces enmascarada, a veces resueltamente intolerante, maniquea, dividida entre el bien y el mal absolutos. Un mundo de sol y sombra, como en la plaza de toros. A menudo. España se ha visto a si misma de la misma manera que nosotros la hemos visto. La medida de nuestro odio es idéntica a la medida de nuestro amor. ¿Pero no son estas sino maneras de nombrar la pasión?
Varios traumas marcan la relación entre España y la América española. El primero, desde luego, fue la conquista del Nuevo Mundo, origen de un conocimiento terrible, el que nace de estar presentes en el momento mismo de nuestra creación, ob­servadores de nuestra propia violación, pero también testigos de las crueldades y ternuras contradictorias que formaron parte de nuestra concepción –Los hispanoamericanos no podemos ser entendidos sin esta conciencia intensa del momento en que fuimos concebidos, hijos de una madre anónima, nosotros mismos desprovistos de nombre, pero totalmente conscientes del nombre de nuestros padres. Un dolor magnífico funda la re­lación de Iberia con el Nuevo Mundo: un parto que ocurre con el conocimiento de todo aquello que hubo de morir para que nosotros naciésemos: el esplendor de las antiguas culturas indí­genas.
En nuestras mentes hay muchas "Españas". Existe la España de la "leyenda negra": inquisición, intolerancia y contrarreforma, una visión promovida por la alianza de la modernidad con el protestantismo, fundidos a su vez en una oposición secular a España y todas las cosas españolas. En seguida, existe la España de los viajeros ingleses y de los románticos franceses. La España de los toros, Carmen y el flamenco. Y existe también la madre España vista por su descendencia colonial en las Américas, la España ambigua del cruel conquistador y del santo misionero, tal y como nos los ofrece, en sus murales, el pintor mexicano Diego Rivera.
El problema con los estereotipos nacionales, claro está, es que contienen un grano de verdad, aunque la repetición constante lo haya enterrado. ¿Ha de morir el grano para que la planta germine? El texto es lo que está ahí, claro y ruidoso a veces; pero el contexto ha desaparecido. Restaurar el contexto del lugar común puede ser tan sorprendente como peligroso. ¿Simplemente reforzamos el clisé? Este peligro se puede evitar cuando intentamos revelar a nosotros mismos, como miembros de una nacionalidad o de una cultura, y a un público extranjero, los significados profundos de la iconografía cultural, por ejemplo de la intolerancia y de la crueldad, y de lo que estos hechos disfrazan? ¿De dónde vienen estas realidades? ¿Por qué son, en efecto, reales y perseverantes?
Encuentro dos constantes del contexto español. La primera es que cada lugar común es negado por su opuesto. La España romántica y pintoresca de Byron y Bizet, por ejemplo, convive cara a cara con las figuras severas, casi sombrías y aristocráticas de El Greco y Velázquez; y estas, a su vez, coexisten con las figuras extremas, rebeldes a todo ajuste o definición, de un Goya o de un Buñuel. La segunda constante de la cultura española es revelada en su sensibilidad artística, en la capacidad para hacer de lo invisible visible, mediante la integración de lo marginal, o perverso, lo excluido, a una realidad que en primer término es la del arte.
Pero el ritmo y la riqueza mismos de esta galaxia de oposiciones es resultado de una realidad española aún más fundamental: ningún otro país de Europa, con la excepción de Rusia, ha sido invadido y poblado por tantas y tan diversas olas migratorias.


FUENTES, Carlos. El espejo enterrado. México: Fondo de Cultura económica, 1992.

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